Los guiños de personajes chilenos, así como la futura visita del Presidente Piñera, revelan que con Chile estamos en punto caramelo. En este asunto, el gobierno ha tenido respeto por la experiencia histórica --una excepción--, antes que por sus obsesiones.
Contra la más fiera tradición nacionalista, con cuyos motivos suele alinearse, Evo optó por una vocación “practicista”, en la jerga que dividía hace un siglo a pragmáticos e integristas. Lo muestra, por ejemplo, la orfebrería del Artículo 267 de la Constitución.
En él, se cuidó de demandar sólo el territorio que dé acceso al mar, sin señalar cuál. Así, a tiempo de conservar un pie en la historia, puso otro en las posibilidades. Es difícil, empero, mantener esa comodidad. Sólo una posición pública resuelta puede liderar una solución.
El Embajador Gutiérrez, relatando las negociaciones de 1975, quizá con el ojo en compota, decía de los chilenos: “… personas muy cordiales, muy simpáticas, dispuestas a todo en medio de los eufemismos que permite el lenguaje; en el fondo, y como conjunto nacional, duros y escurridizos, buscando soslayar lo que no sea absoluta y excluyentemente conveniente a Chile”.
Chile no es de las Hermanas de la Caridad, lo que no es traba para negociar, sabiéndolo. La demanda peruana en La Haya es la gran picazón de la cancillería chilena, a la que convienen sus últimos acuerdos con Ecuador y la adhesión boliviana --una vez abierto su apetito-- a la disputa por la delimitación marítima. Si se nos ofreciera una franja al norte de Arica, la postura peruana en La Haya nos afectaría: lo ha dicho antes Chile en voz alta, con razón.
No hay que ser águila para ver la táctica chilena de aislamiento del Perú. Y, sin embargo, Bolivia debe pensar en sí misma. Perú lo ha hecho siempre, tan fría y calculadamente como Chile. Claro que nuestros deseos no tienen que ser usados sólo como instrumento (Perú tiene la palabra si la salida pasara por territorio antes suyo).
Al tratar con Chile sucumbieron varios, pero las más duras negociaciones fueron de los gobiernos bolivianos con Bolivia. Chile, por eso, quiere un interlocutor boliviano con sustento y presume que lo tiene.
Banzer y Pinochet --mal que nos pese por sus credenciales-- llegaron al punto más cercano a un acuerdo. Si se reabre el debate del canje territorial, los potosinos podrían abundar en reacciones como las de estos días o las que el preacuerdo del Silala --ese globo de ensayo de la diplomacia-- provocó. La oposición agitaría las banderas del patriotismo para anotarle una derrota al gobierno. Quizás apócrifamente, se le atribuía a Walter Guevara afirmar que si Banzer llegaba a un acuerdo con Chile, “se quedaría treinta años”, razón suficiente para evitarlo. Los temores que ha desatado el gobierno pueden jugar, entonces, en su contra.
Para negociar internamente, además de lo que la rutina burocrática ordena (seminarios, medios, sondeos, etc.), el gobierno debería compartir, si aún puede, las mieles de una probable negociación triunfante, para atenuar sus riesgos. Es poco atractivo de aliado un régimen que, en menos de cinco años, ya se habitúa a apretar las clavijas a sus detractores; menos si su horizonte se amplía por el mar. Y aun así, ¿quién puede negar que el país precisa aliviar su trauma, archivando el arrobo de la frustración?
El mar fue siempre usado para acusar al régimen de turno. Los liberales lanzaron la arenga fácil contra Baptista por el Tratado de 1895, que era mejor que lo que aquéllos obtuvieron en 1904 y lo que Chile ofreció después. En 1920, los republicanos --rama disidente y plebeya del liberalismo-- acusaron al “practicismo” liberal, para concluir en una ineficaz petición a la Sociedad de Naciones. No ha sido fructífero abstraerse de la sicología nacional ni negar la constatación histórica.
La salida realista es necesaria, cuidando las palabras y los símbolos. Quizá esta máxima pueda ayudar a todos: “No hay límite a lo que el hombre puede hacer, en tanto le importe un comino quién se acredite el triunfo”.
El autor es abogado
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