Ensalzar a Carlos Mesa no tiene ya mucho chiste ni me valdrá el premio a la columna más original del mes –al que usualmente aspira María Galindo en Página 7, con más denuedos y tenacidad–, luego del aluvión de aclamaciones que suscitó la entrevista a Mesa en TVN Chile.
Pero sería de envidiosos no reseñar los talentos de Carlos Mesa, su conocimiento, altura y garbo, expuestos ante la teleaudiencia chilena esta semana. De paso, en esa entrevista el país redescubrió ideales abandonados y se topó con las señas de un lenguaje político distinto. Gratifica ocuparse de estas cuestiones, en vez de las bravatas de tanto postulante local a hombre fuerte, pero de cómic.
En primer lugar, acertaron el Gobierno y Mesa al rehuir la tentación de una visita a Chile como la anunciada hace meses. Con la invitación de la TV chilena a Carlos Mesa, nadie pudo acusar –en Santiago o en el mundo– una torva intención de provocar a Chile con una exhibición de artes marciales, verbales o físicas. Parece trivial, pero no desafiar sin sentido no es para ser buenos chicos. Es para probar que la causa boliviana se defiende sola, sin mala leche. Y si se pretende negociar con Chile algún día, tampoco interesa enajenar a su opinión pública, sino inducirla a repensar. Esta veta fue entreabierta en la entrevista a Carlos Mesa.
Sin darse cuenta, con Mesa en Santiago el país también rememoró el ideal del patricio ilustrado. Para comparar, Evo Morales es de la estirpe popular, con su arquetipo del macho inexpugnable, heroico y rústico. Y García Linera ha hipotecado la irradiación de intelectual radical schick por la imagen del hombre de poder. En cambio, Mesa expresa los sueños –hasta conservadores– de las clases medias bolivianas, ansiosas por formar a los suyos en el prestigio del saber. Ese paradigma resucitó sin complejos en el desempeño de Mesa y en la reacción que originó.
En Chile, Carlos Mesa dio otra vez vida al arte público de retórica, ideas y gestualidad, desmintiendo a nuestros maestros del Realpolitik de choripan, para quienes en política sólo rinde ser marrullero o práctico. De un puesto significativo, pero relegado a la cuestión marítima, Mesa ha hecho una palestra. Que las virtudes personales no sean suficientes para manejar el poder es algo que Mesa sabe por agria experiencia, pero eso no quita la lección que presenciamos.
Mesa también hizo señas de un discurso post-opositor. Él ponderó el papel –esa obstinada voluntad– de Evo en la demanda marítima, de una forma que un opositor severo dudaría, calculando el electorado a perder. Pero ni la oposición más áspera se animó a cobrarle a Mesa ese gesto.
A la vez, en Chile Carlos Mesa tradujo su opinión adversa a la reelección de Evo, en el único momento en el que zigzagueó por no prever ese obvio flanco débil, usado por el periodista chileno –convertido ya en polemista– para evitar la rechifla de su audiencia (no ha de ser fácil entrevistar a un chúcaro como Mesa en apronte; su entrevistador no era malo, pero carecía del barniz intelectual para lidiar con el expresidente). Ya en Bolivia, Mesa ratificó su censura a la reelección, para molestia de los perdidos –del MAS– en la política pequeña y servicial.
Mesa perfiló así otra senda, que se permite apreciar los éxitos del Gobierno sin callar su crítica al oficialismo monopolista. El riesgo de esa postura es el equilibrismo, pero aun así refresca. Tiene el mérito de trascender la intragable dieta discursiva a que estamos sometidos: “el Gobierno hace todo bien/el Gobierno hace todo mal”. De esas construcciones verbales nuevas, que se arriesguen a dejar las trajinadas trincheras, se armarán las coaliciones políticas del futuro.
Fue una ocasión para reconocer a un personaje de nuestra vida pública. El país lo ha visto crecer, destacar, consentirse, atinar, equivocarse y volver a brillar. De este tiempo quedarán pocos en la memoria nacional; Evo y Carlos Mesa entre ellos. Y tal parece, como apuntaba un ojo de águila, que aún no podemos juzgar cuál será el lugar de su relevancia final.