Hoy, 23 de marzo, como desde hace 139 años, es una jornada que los bolivianos dedicamos a recordar que tenemos una cuenta pendiente con la historia. Es que más allá de cualquier otra consideración, a pesar del tiempo transcurrido y de las razonables objeciones, lo cierto es que esta fecha ha adquirido un valor simbólico que no se puede ni se debe soslayar.
Si eso ha sido así desde hace tanto tiempo, lo es ahora más que nunca porque la conmemoración coincide con la etapa culminante de la más seria batalla diplomática librada por nuestro representantes. En efecto, la estrategia adoptada por el gobierno del presidente Evo Morales, que consiste en demandar a Chile ante el Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya, ha dado un giro a la casi sesquicentenaria búsqueda fallida de fórmulas capaces de satisfacer una demanda que consideramos justa y legítima.
Con esos antecedentes, es muy comprensible que la población boliviana, de manera muy poco menos que unánime, se haya alineado desde un principio con generosidad y reconocimiento tras la iniciativa enarbolada por el presidente Morales.
Sin embargo, y precisamente por todo lo anterior, con la misma convicción con que se aunaron voluntades alrededor de la demanda interpuesta en La Haya se advirtió desde un principio sobre el peligro de caer en la tentación de aprovechar la carga emotiva que este tema conlleva para ponerlo al servicio de afanes propagandísticos.
Tan importante como lo anterior es no perder vista la real magnitud de lo que se está jugando en la Corte de La Haya. No se debe olvidar que las frustraciones siempre son proporcionales a las expectativas que las preceden. Y como a medida que se acerca la hora de las definiciones parece tender a imponerse, principalmente en las filas gubernamentales, una corriente de ingenuo optimismo, no está demás recordar que, aún en la más optimista de las posibilidades, el fallo de La Haya no tendrá en sí mismo ningún efecto práctico.
En el mejor de los casos, asumiendo que la batalla de La Haya culmine con una victoria judicial para Bolivia, no habrá hecho más que sentar las bases de una negociación cuyos alcances se irán proyectando al menos durante los próximos años, si no décadas.
Que ese sea el mejor alcance posible de la batalla judicial de La Haya no es ni tanto como pretenden hacer creer los propaladores de un exagerado triunfalismo ni tan poco como sostienen los cultores del escepticismo y el pesimismo. Aunque sólo fuera una buena oportunidad para superar el lastre del victimismo sobre nuestra memoria colectiva, el esfuerzo habrá valido la pena.
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